Daniel Carazo
Veterinario
Wecan La Colina
—¿Cómo que no fue una muerte natural? —la noticia lo único que genera es más trabajo al saturado subcomisario responsable de la comisaría de San Blas, distrito del que depende la clínica en la que hace un par de días apareció muerto el veterinario— ¿Estamos seguros de esto? —insiste.
La agente a la que le ha tocado comunicárselo se revuelve, inquieta; es bastante nueva en la policía, pero ya conoce el genio de su superior.
—Eso dice el informe de la autopsia: “parada cardiorrespiratoria forzada por causas todavía desconocidas” —lee en la pantalla de su móvil.
—¿Y la hostia en la cabeza?
—Consecuencia de la caída. El veterinario estaba sano como un roble. Ni un infarto, ni un ictus, ni nada que se le parezca.
El hombre la mira como si, más que la transmisora, fuera la responsable del mensaje. Pasados unos interminables segundos, por fin desvía los ojos a la pantalla del viejo ordenador que preside su mesa y teclea algo más rápido de lo que a priori parecen capaces sus gruesos dedos. Repite el proceso varias veces hasta que exclama.
—Pues no tenemos efectivos disponibles. Pide ayuda a la Central y que nos manden a alguien.
—Si me lo permite, creo que va a ser lo mejor.
—¿Perdona? —el hombre la vuelve a mirar sorprendido por el comentario.
—Es que hay más…
—Más… ¿qué? —se impacienta.
—Más muertos.
Esta vez el subcomisario se queda perplejo. La experiencia es la que le hace ser prudente antes de reaccionar contra la agente.
—Muertos tenemos todos los días, por desgracia.
—Sí, pero no en otra clínica veterinaria.
El silencio del despacho se hace agresivo. A la mujer, no le queda otra opción que romperlo.
—Esta mañana ha aparecido otro —y leyendo nuevamente las notas de su móvil, continúa—. Clínica veterinaria Peludos. Su titular se quedó solo ayer por la tarde y esta mañana lo ha encontrado una señora que llevaba a su gato de urgencias. Estaba desplomado en mitad de la sala de espera.
—Huellitas, Peludos… ¿Eso son nombres de clínicas? —se distrae el subcomisario.
—Cuando ha llegado la patrulla, han comprobado que estaba muerto. Pero lo curioso es que…
Parece que la agente no se atreve a seguir; nuevamente el silencio de su superior le obliga a hacerlo.
—Que había vomitado profusamente y estaba tumbado encima del contenido de su estómago.
El dato es suficiente para terminar de convencer al subcomisario de que ahí, hay algo más que casualidad. Echa los brazos hacia atrás, cruzándolos detrás de la cabeza, y cierra los ojos mientras piensa. Acto seguido es él quien saca su móvil y llama a alguien. Resume en pocas palabras lo que acaba de escuchar y la dificultad que tiene para investigar esas muertes con los escasos efectivos disponibles, escucha lo que su interlocutor le dice y corta la llamada con un escueto «gracias, señor».
—Nos mandan a la inspectora Leire Sáez de Olamendi.
—¡Ostras! —se le escapa a la agente. La fama de la inspectora es conocida en todo el cuerpo de la Policía Nacional.
—Hemos tenido suerte —sigue el subinspector—. Además, le gusta trabajar por su cuenta, así que más fácil para nosotros. Prepáralo todo que irás tú con ella.
Continuará..
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