Daniel Carazo
Veterinario
Wecan La Colina
— La tetrodotoxina, según la dosis, actúa entre las dos y seis horas tras su ingestión —va leyendo Lucía—, y se obtiene del hígado del Pez Globo. Me gustaría saber si alguno tiene acuario en casa, porque solo ese podría obtener la toxina esa.
—Y a mí, pero convencer al juez nos llevaría demasiado tiempo, y el que haya sido ya ha estado aquí y puede fugarse.
—A mí el que menos me gusta es el inspector —sigue la agente.
—Pero ese quedamos que sería más víctima que culpable. Además, es el único que no les deja regalos, si consideramos que sus sanciones no son precisamente eso.
—La anciana sí les ofrece los Sugus, y el repartidor abre las cajas de dulces. Cualquiera de los dos podría usar la toxina, aunque a la anciana no la veo manejando las vísceras de un Pez Globo. Y nos queda la delegada del laboratorio, que no sabemos qué tipo de regalos les deja, pero entiendo que será más material promocional de la empresa con la que está tan descontenta.
—Si la tratan mal, actuaría contra sus jefes, no contra sus clientes —la inspectora intenta seguir su método de trabajo en el que, entendiendo el porqué, suele averiguar el quién.
Siguen dando vueltas a los escasos indicios que manejan hasta que el obeso subcomisario responsable de la comisaría irrumpe visiblemente acalorado a la sala.
—Señoritas —dice con cierto desdén—, no sé a qué os dedicáis, pero tenéis un problema.
Las dos mujeres miran al recién llegado evitando molestarse por el tono usado.
—Tenemos el cuarto veterinario muerto. Esta vez ha sido en la clínica veterinaria… BestVet. ¡Joder con los nombrecitos! —protesta—. Os doy dos horas antes de que transcienda a la prensa.
Sin dar más datos, las deja solas de nuevo.
—¡Rápido! —reacciona Leire— ¡A la clínica! ¡Tenemos que mirar las basuras antes de que las tiren!
A las policías les sobra media hora de las dos que les ha dado el subcomisario. Tras realizar su búsqueda, lanzan una orden inmediata de detención contra Mar Zubiri, la delegada comercial de Pharmavet, a la que interceptan en su domicilio particular preparando la maleta.
La imagen que presenta esta vez en la sala de interrogatorios, esposada y despeinada, dista mucho de la que le conocían, aunque les extraña que no esté asustada.
—¿Cómo lo habéis averiguado? —es lo primero que dice, en vez de declararse inocente.
La inspectora saca una bolsita de plástico que contiene el envoltorio de un caramelo serigrafiado con el logotipo de Pharmavet.
—¿Deja rastro? —sigue preguntando la que debería estar respondiendo.
—¿La tetrodotoxina? —responde Leire— Todo deja rastro, deberías ver más series policiacas.
La mujer vacía de aire sus pulmones antes de lamentarse.
—Con lo que me cuesta machacar los hígados de mis pobres peces e impregnar con la pasta los putos caramelos de la empresa —suelta.
—¿Por qué? —pregunta la inspectora, sabiendo que es la única pregunta que le queda sin respuesta.
—Por el maldito Presvet —la mujer la mira fijamente—. Los veterinarios están dejando de adquirir mis antibióticos. ¿Es que no se dan cuenta de que me voy a la calle? A todo el que me pone esa excusa tan tonta le dejo un caramelito y, a pesar de no comprarme, ¡van y se lo comen!… Que se jodan.
Fin
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