Daniel Carazo
Veterinario
Wecan La Colina
La inspectora Leire Sáez de Olamendi aparca su Toyota C-HR en la entrada de la comisaría de San Blas. Ataviada con sus clásicas Asics, vaquero ajustado, camiseta de un grupo musical de los ochenta y cazadora de cuero, no le da tiempo a entrar a las instalaciones policiales antes de que una joven agente salga a recibirla.
—Inspectora. Soy Lucía. El subcomisario me ha pedido que la reciba y…
La recién llegada analiza a quien la saluda hasta que, aprobándola, estrecha fuertemente su mano. Sin más dilación, le pide una sala para ponerse al día.
—Bueno —se excusa la agente—, una sala… no tenemos, si acaso una mesa algo más apartada del resto.
—Es igual. ¿Tengo que saludar por ahí dentro?
La agente duda y finalmente niega, entonces la inspectora se da la vuelta, monta de nuevo en el Toyota C-HR y abre la puerta del copiloto.
—¿Vamos? —anima a la agente.
—¿A dónde? —se extraña Lucía mientras sube al vehículo.
—Hoy ha aparecido uno de los cadáveres ¿no? Pues ahí vamos.
Siguiendo las indicaciones de la agente, se dirigen a la clínica veterinaria Peludos, donde han encontrado al segundo veterinario muerto. Uno de los dos agentes que todavía vigilan el local les confirma que acaban de levantar el cadáver.
—¿Alguien ha tocado algo?
—Nada, inspectora. Lo hemos dejado tal y como estaba a la espera de que llegara usted.
—¿Y no hay nadie de la familia?
—Ha venido un hombre, pareja del difunto, pero se ha ido con el cuerpo al anatómico forense. Y otro veterinario que trabaja aquí. A este le hemos pedido que espere en aquel bar.
A través de la cristalera de una cafetería cercana ven a un joven, de no más de treinta años, visiblemente alterado y pendiente de todo lo que ocurre en la calle.
—Que espere —ordena la inspectora.
Las dos policías pasan entonces por debajo de la cinta policial que protege la entrada a la clínica veterinaria y acceden al local. La imagen no dista mucho de cualquier escena de un crimen: la silueta del cadáver está dibujada en el suelo, en una postura imposible y entre restos que parecen de vómito; las señales de los indicios recogidos se ven convenientemente numeradas. Por lo demás, todo parece normal: al lado de la entrada hay un pequeño mostrador de recepción, enfrente seis sillas destinadas a la espera de los clientes y solo desentonan unas cajas y sacos de pienso, todavía empacados, que están apilados en una esquina.
—Está todo como siempre —interviene el segundo agente que estaba de guardia. Ante la sorpresa de la inspectora, este se explica—. Es que traigo aquí a mi perro. Daniel es… era un veterinario de puta madre.
—¿No hay nada que te llame la atención? ¿Algo diferente?
—Nada. Ya lo he comprobado. Además, ayer vine a última hora y estaba tal cual, solo que había bastante gente esperando.
Leire quiere aprovechar que ese policía fue de los últimos en ver con vida al difunto.
—Y al veterinario ¿le viste normal?
—Agobiado. Detrás de mí todavía tenía que atender a un gato, que por lo visto venía de otra clínica, y ahí sentado había un tío que por la pinta o era comercial, o inspector de algo. ¡Ah! —añade— Y ese pedido no había llegado —señala las cajas amontonadas en la esquina.
Continuará..
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